lunes, 27 de diciembre de 2010

DON Y CASTIGO

"Primavera" Ludovico Einaudi


Penélope nació con un don. El don de la hipersensibilidad. Sensibilidad hacia todo cuanto la rodeaba. Ella podía llorar al oír el viento en un gélida mañana deslizarse entre las calles de su ciudad. ¿Y por qué llorar? Porque en el viento podía sentír las lágrimas de felicidad que él arrastra, sentir los amores no correspondidos, las despedidas para siempre, las ausencias presentes convertidas en ceniza...Era capaz de sentir el dolor de cualquiera que estuviese junto a ella y permaneciese callado. Podía ver el miedo en los ojos de un viejo que se cree obsoleto para la vida, y también sentirlo. Se sentía incómoda ante aquéllas personas que enmascaran mezquindad en sonrisas forzadas, huía de quién urdía una red de sociabilidad para camuflar su cinismo cuyo aguijón clavan cuando su presa está desprevenida.

Y aunque tenía la gracia de la palabra escrita y hablada, había veces en las que prefería callar porque no encontraba las palabras con las que llevar al plano físico los sentimientos que recorrían su ser.

Pero también recibió una advertencia: "si no aprendes a controlar el don que recibes, sufrirás el castigo de enamorarte de todo aquéllo que subleve tus pasiones, ya que tú has de controlar la pasión, y no a la inversa Penélope"

Obviamente Penélope sucumbió al dulce abrazo de sentir intensamente, de vivir al borde del abismo sentimental. Necesitaba sentirlo todo como si fuera la última vez.
Ella era capaz de enamorarse de una mirada, de una sonrisa, de un abrazo, de un caminar hacia ella, de un email, de una confesión, de una tristeza.

La cara oculta era la facilidad con la que su corazón podía desbocarse al recordar personas que la habían herido hasta casi acabar con ella. El sudor invadía su piel al rememorar el dolor, la traición, el engaño. Y durante años sus sueños se apoderaban de ella hasta el sonambulismo. Pesadillas en las que se veía enterrada viva, la sacaban de la cama para llevarla a deambular por su casa buscando una salida que sólo existía en el mundo onírico. Aquéllas pesadillas eran la única válvula de escape que tuvo durante mucho tiempo.

Compartíó parte del camino con otros tocados por el mismo don. Seres que no pudieron aprender a caminar sobre la fina linea que separa la locura de la cordura.

Incapaz de encontrar el quilibrio, hizo su elección. Y escogió, sabiendo de antemano que serían muchas las lágrimas que derramaría cada vez que sintiera, cada vez que la chispa de la ilusión prendiera en su corazón. Un corazón lo suficientemente grande como para albergar todo el dolor que puede recibir alguien que sólo sabe amar, alguien que cuando se enfada se siente tan culpable que a veces no puede dormir. El corazón de alguien que lo más que puede hacer es dejar resbalar lágrimas de rabia ante quién la hiere, ante quién la trata a patadas.

Eligió sentir. Sentir la belleza que todos podemos emanar, la bondad, la dulzura, el amor. Y también eligió sentir la desilusión, la tristeza del que se sabe no correspondido. La impotencia de quién es rechazado sin haber tenido oportunidad alguna para mostrar qué ofrece. El desasosiego del que no entiende la hostilidad que recibe. El abatimiento de quién quiere amar y no  puede porque no deja marchar a quién ya no está.

Eligió y tembló de miedo. Miedo de no saber si podría soportarlo. Miedo a encontrarse en la tesitura de desear entregarse por completo, de quedarse en cueros y en las manos de....¿quién? Y lloró e imploró a los dioses que hiciesen llegar a su vida seres capaces de saber recoger con delicadeza aquél corazón cansado; el alma que en una vida había completado ya varias. Alguien capaz de poder ver en aquéllos ojos que tanto habían visto, alguien capaz de comprender las palabras no pronunciadas. Palabras que encerraban el don y el castigo de Penélope.

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